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Itinerarios de la sangre se lee con emoción poética y dramatismo sostenido. El lenguaje está lleno de perlas y metáforas deslumbrantes: monólogo de los relojes en la ardua travesía del tiempo, más allá de la cima de la tristeza, un eco de invisibles plañideras, misteriosa y callada en la profundidad de las tormentas, la noche paseándose bajo un viento tranquilo, vivir era quemarse en los ácidos del tiempo, muda tristeza de la sonrisa, veneno de la miel; para mencionar algunas. Mientras la acción descansa y la tensión disminuye, el discurso se regodea en esos pozos poéticos de incomparable belleza. Álvaro Pineda Botero Es posible aproximar el foco de luz -de razón, de sensibilidad- aliado más histórico de estos Itinerarios. Recorrer el relato que Amparo Osario pudo crear para colocarnos en un universo tao latinoamericano, tan colombiano, capaz de incluir en forma brillante, por ejemplo, los eventos de noviembre de 1985 en el Palacio de Justicia, las contradicciones de una generación situada con precisión en el tiempo y en el espacio, interrogada por la violencia, por los exilios, por la clandestinidad. Efectivamente, un modo de ubicarse en el enigma es entrar en el laberinto urbano, que es Bogotá, con sus lluvias, sus rayos de sol inesperado, su antigua arquitectura devastada por la violenta modernidad, sus manifestaciones callejeras y la represión brutal donde una novela -ésta que el lector tiene en sus manos, por ejemplo- puede perderse y encontrarse. Los comportamientos, los encuentros, las circunstancias, todo surge bajo una clave generacional que incluye también una estética, un cierto repertorio de autores, de músicos, de cineastas. Alfredo Fressia